sexta-feira, 28 de setembro de 2012

Horacio Quiroga Las Rayas

...-"En resumen, yo creo que las palabras valen tanto, materialmente, como la
propia cosa significada, y son capaces de crearla por simple razón de eufonía. Se
precisará un estado especial; es posible. Pero algo que yo he visto me ha hecho
pensar en el peligro de que dos cosas distintas tengan el mismo nombre."

Como se ve, pocas veces es dado oír teorías tan maravillosas como la anterior. Lo
curioso es que quien la exponía no era un viejo y sutil filósofo versado en la
escolástica, sino un hombre espinado desde muchacho en los negocios, que
trabajaba en Laboulaye acopiando granos. Con su promesa de contarnos la cosa,
sorbimos rápidamente el café, nos sentamos de costado en la silla para oír largo
rato, y fijamos los ojos en el de Córdoba.
-Les contaré la historia-comenzó el hombre-porque es el mejor modo de darse
cuenta. Como ustedes saben, hace mucho que estoy en Laboulaye. Mi socio
corretea todo el año por las colonias y yo, bastante inútil para eso, atiendo más
bien la barraca. Supondrán que durante ocho meses, por lo menos, mi quehacer no
es mayor en el escritorio, y dos empleados -uno conmigo en los libros y otro en la
venta- nos bastan y sobran. Dado nuestro radio de acción, ni el Mayor ni el Diario
son engorrosos. Nos ha quedado, sin embargo, una vigilancia enfermiza de los
libros como si aquella cosa lúgubre pudiera repetirse. ¡Los libros!... En fin, hace
cuatro años de la aventura y nuestros dos empleados fueron los protagonistas.
El vendedor era un muchacho correntino, bajo y de pelo cortado al rape, que usaba
siempre botines amarillos. El otro, encargado de los libros, era un hombre hecho
ya, muy flaco y de cara color paja. Creo que nunca lo vi reírse, mudo y contraído
en su Mayor con estricta prolijidad de rayas y tinta colorada. Se llamaba Figueroa;
era de Catamarca.
Ambos, comenzando por salir juntos, trabaron estrecha amistad, y como ninguno
tenía familia en Laboulaye, habían alquilado un caserón con sombríos corredores
de bóveda, obra de un escribano que murió loco allá.
Los dos primeros años no tuvimos la menor queja de nuestros hombres. Poco
después comenzaron, cada uno a su modo, a cambiar de modo de ser.
El vendedor-se llamaba Tomás Aquino-llegó cierta mañana a la barraca con una
verbosidad exuberante. Hablaba y reía sin cesar, buscando constantemente no sé
qué en los bolsillos. Así estuvo dos días. Al tercero cayó con un fuerte ataque de
gripe; pero volvió después de almorzar, inesperadamente curado. Esa misma
tarde, Figueroa tuvo que retirarse con desesperantes estornudos preliminares que
lo habían invadido de golpe. Pero todo pasó en horas, a pesar de los síntomas
dramáticos. Poco después se repitió lo mismo, y así, por un mes: la charla delirante
de Aquino, los estornudos de Figueroa, y cada dos días un fulminante y frustrado
ataque de gripe.
Esto era lo curioso. Les aconsejé que se hicieran examinar atentamente, pues no se
podía seguir así. Por suerte todo pasó, regresando ambos a la antigua y tranquila
normalidad, el vendedor entre las tablas, y Figueroa con su pluma gótica.
Esto era en diciembre. El 14 de enero, al hojear de noche los libros, y con toda la
sorpresa que imaginarán, vi que la última página del Mayor estaba cruzada en
todos sentidos de rayas. Apenas llegó Figueroa a la mañana siguiente, le pregunté
qué demonio eran esas rayas. Me miró sorprendido, miró su obra, y se disculpó
murmurando.
No fue sólo esto. Al otro día Aquino entregó el Diario, y en vez de las anotaciones
de orden no había más que rayas: toda la página llena de rayas en todas
direcciones. La cosa ya era fuerte; les hablé malhumorado, rogándoles muy
seriamente que no se repitieran esas gracias. Me miraron atentos pestañeando
rápidamente, pero se retiraron sin decir una palabra.
Desde entonces comenzaron a enflaquecer visiblemente. Cambiaron el modo de
peinarse, echándose el pelo atrás. Su amistad había recrudecido; trataban de estar
todo el día juntos, pero no hablaban nunca entre ellos.
Así varios días, hasta que una tarde hallé a Figueroa doblado sobre la mesa,
rayando el libro de Caja. Ya había rayado todo el Mayor, hoja por hoja; todas las
páginas llenas de rayas, rayas en el cartón, en el cuero, en el metal, todo con rayas.
Lo despedimos en seguida; que continuara sus estupideces en otra parte. Llamé a
Aquino y también lo despedí. Al recorrer la barraca no vi más que rayas en todas
partes: tablas rayadas, planchuelas rayadas, barricas rayadas. Hasta una mancha
de alquitrán en el suelo, rayada...
No había duda; estaban completamente locos, una terrible obsesión de rayas que
con esa precipitación productiva quién sabe a dónde los iba a llevar.
Efectivamente, dos días después vino a verme el dueño de la Fonda Italiana donde
aquellos comían. Muy preocupado, me preguntó si no sabía qué se habían hecho
Figueroa y Aquino; ya no iban a su casa.
-Estarán en casa de ellos-le dije.
-La puerta está cerrada y no responden-me contestó mirándome.
-¡Se habrán ido!-argüí sin embargo.
-No-replicó en voz baja-. Anoche, durante la tormenta, se han oído gritos que
salían de adentro.
Esta vez me cosquilleó la espalda y nos miramos un momento.
Salimos apresuradamente y llevamos la denuncia. En el trayecto al caserón la fila
se engrosó, y al llegar a aquél, chapaleando en el agua, éramos más de quince. Ya
empezaba a oscurecer. Como nadie respondía, echamos la puerta abajo y
entramos. Recorrimos la casa en vano; no había nadie. Pero el piso, las puertas, las
paredes, los muebles, el techo mismo, todo estaba rayado: una irradiación delirante
de rayas en todo sentido.
Ya no era posible más; habían llegado a un terrible frenesí de rayar, rayar a toda
costa, como si las más intimas células de sus vidas estuvieran sacudidas por esa
obsesión de rayar. Aun en el patio mojado las rayas se cruzaban vertiginosamente,
apretándose de tal modo al fin, que parecía ya haber hecho explosión la locura.
Terminaban en el albañal. Y doblándonos, vimos en el agua fangosa dos rayas
negras que se revolvían pesadamente.


F I N


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